***
La primera vez que López desapareció, su cautiverio duró dos años y medio.Pasó por un centro clandestino que él identificó como Cuatrerismo, por el Pozo de Arana, por la Comisaría Quinta y la Octava. Finalmente, fue blanqueado y quedó como preso político en la Unidad 9 de La Plata.
Mirando por los agujeros del pulóver con el que le habían tapado la cara y por la mirilla de una puerta, y usando sus otros sentidos y sus dotes de albañil, López logró identificar casi todos los sitios por los que pasó. Por el ruido a avionetas y el olor a chanchos supo que el primer lugar de cautiverio estaba cerca un criadero que conocía. El Pozo lo reconoció porque había hecho algunos arreglos en esa construcción años antes: era la estancia La Armonía, en Arana.
Ahí estaba secuestrado cuando vio que los represores ingresaban con nuevos cautivos: entre ellos estaban Ambrosio de Marco y Patricia Dell’Orto, sus compañeros en la unidad básica. “López, no me fallés. Si salís… el único que puede salir de nosotros sos vos. Andá, buscalos a mi mamá o a mi papá, a mis parientes, a mis hermanos y deciles… y dale un beso a mi hija, de parte mía”, llegó a decirle Patricia antes de ser asesinada. Al rato, López fue testigo del fusilamiento de sus compañeros. Pasarían más de dos décadas hasta que lo pudiera contar públicamente por primera vez.
***
El 25 de junio de 1979 López fue liberado de la Unidad 9 de La Plata, donde permanecía como preso político. Unos días más tarde habló con su patrón y volvió a trabajar como albañil. Como si cerrara un paréntesis de dos años y medio, retomó su vida anterior al secuestro y no habló sobre lo que había pasado en el medio. En su casa, al menos, optó por el silencio.
Pero, al mismo tiempo, oficiaba de detective. Con la excusa de llevar a sus pibes de picnic o a cazar pajaritos, recorría las zonas donde había estado cautivo. Cuando iba al banco, identificaba a algunos de los policías que había visto en los centros clandestinos. Preguntaba en el barrio y tomaba nota en el reverso de almanaques viejos o en bolsas de cal, cuando se sentaba a escribir en medio de las obras en construcción.
“Archivo negro de los años en que uno vivía a donde termina la vida y empieza la muerte”, tituló a esos escritos. En total, unas cien hojas, divididas en tres carpetas. Sus hijos las encontraron en los primeros días tras la desaparición y las mantuvieron en reserva. Sólo circularon algunas hojas que López le había dado a un ex compañero de militancia, Jorge Pastor Asuaje, pidiéndole que lo ayudara a “hacer justicia”.
***
A fines de los ’90 el silencio se empezó a romper. En La Plata comenzaron los Juicios por la Verdad, que no tenían consecuencias penales pero sí apuntaban a la obtención de información cuando la justicia real no era una posibilidad. A una de esas audiencias se acercó López, solo.
Otros sobrevivientes, Rufino Almeida y Nilda Eloy, fueron los primeros en escucharlo. Hacía veinte años que tenía atragantado su relato. Y claro, salió a borbotones y de forma desordenada. “La historia de Julio era muy confusa, la primera imagen que tuve fue ‘es un viejo loco’. Suele pasar que se acercan y te dicen cualquier cosa. Además su relato era que había estado en varios campos y que conocía varios lugares, todo su discurso era entreverado”, se acuerda Rufino. Pero, con el tiempo y el diálogo con otros sobrevivientes, las partes se fueron hilando.
Además, había datos. Como en aquel recorrido por Arana con otros ex detenidos-desaparecidos, donde el albañil habló sobre un avión que se había caído en la zona. “¿Este viejo no estará fantaseando?”, preguntó uno de los presentes. Hasta que todos se toparon con los restos de una vieja avioneta, arrumbados a un lado del muro perimetral del ex centro clandestino. Una vez más, el viejo tenía razón.
Sin contar nada en su casa, López declaró como testigo en el Juicio por la Verdad en La Plata en 1999. Fue su primer testimonio público. Su familia, de todos modos, se enteró porque salió un recuadrito en un diario local. Pero López no mezclaba las esferas de su vida: su mujer y sus hijos, por un lado, sus compañeros de militancia, por otro.
***
Recién en 2006 estaba empezando a juntar esos dos mundos. Tras la anulación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, se reabrió el camino de los juicios a los represores y el de Etchecolatz fue el primero en comenzar. El 28 de junio de ese año López dio la última declaración judicial de su vida. Pero, a diferencia de la primera, esta vez le había avisado a su familia. De hecho sus hijos estaban ahí. Escucharon y lloraron. Nunca antes habían oído a su padre contar el periplo de su primera desaparición.
Para su cumpleaños número 77, López pensaba terminar de concretar la unión entre las dos esferas de su vida. Quería organizar un festejo que reuniera a su familia y a sus compañeros de militancia y abogados. Ellos le habían propuesto hacer una vaquita para bancar los gastos de la fiesta. La segunda desaparición de López truncó el plan.
El 18 de septiembre de 2006 era el día de los alegatos. López debía estar presente en los tribunales platenses y estaba ansioso por ver en vivo y en directo a Etchecolatz, que no había estado durante su declaración. Acordó con su sobrino Hugo que lo pasaría a buscar temprano por la casa de Los Hornos para ir al centro de La Plata.
Pero, esa mañana, López se esfumó. Alguien lo esfumó. Salió de su casa por voluntad propia –no hay puerta forzada u otro indicio en sentido contrario- y caminó en un radio de pocas cuadras alrededor de su casa en el horario en que ya debía estar llegando al juicio. Cinco vecinos que lo conocían fueron testigos de esa caminada. Adónde iba, convocado por quién y con qué excusa son preguntas sin respuesta, hasta ahora.
La última imagen de López con vida de la que se tenga registro la tuvo un vecino suyo, Abel Horacio Ponce. Esa mañana de la que hoy se cumplen diez años, Ponce vio a López parado en la calle 66, de espaldas a los autos y mirando de frente a las fachadas. “Entre la verdulería y el local de Edelap”, dijo Ponce. Ahí mismo, con los cajones de verdura de un lado y la empresa de servicios eléctricos del otro, vivía una mujer policía que integraba las filas de la Bonaerense y estaba en la agenda de Etchecolatz, para quien había trabajado durante la dictadura.
Esa casa nunca se allanó y no hay quien cuente si el albañil entró allí o cuál fue su destino aquel 18 de septiembre de 2006. Diez años después este texto, como el plan para festejar su cumpleaños número 77, queda trunco. Para que el último capítulo de la historia de Jorge Julio López pueda escribirse, la Justicia debería determinar quiénes y qué hicieron con él.